Tengo la extraña sensación de que todos se agolpan ante mis letras y que todas esas letras mías fueran las de todos, las de todos los tiempos y lugares, las de todos los alfabetos y lenguajes, las que todos los seres humanos de la historia hubieran escrito o grabado, transmitido y borrado a lo largo de los siglos y a lo ancho de todos los países y regiones, estados e imperios, reinos y repúblicas. Se arremolinan ante mí mensajes, símbolos y señales, códigos y frecuencias, brailles, morses y nubes de humo entrelazadas o dispersas. Toda la información que nuestra raza ha generado durante milenios, toda la que ha llegado de un emisor a un receptor, pero también la voluntad de lo que se ha perdido y, en su irrealidad latente, quisiera poder ser de alguna manera inexpresable.
Un laberinto de obras personales y universales que se amontonan en los estantes que se adhieren a las paredes que conforman unas salas que se dan paso las unas a las otras, forjando un laberinto que conserva y protege, que defiende y ofende, que rechaza a la vez a los curiosos y a los malvados, a los impuros que se ríen, que gritan penitenciagite sin saber muy bien lo que dicen, lo que saben, lo que hacen, lo que son.
Un laberinto de ideas y de pasiones que todos los poetas se empeñan en aunar ahora, en una red inextricable, soplando con el silbo de la brisa que recorre los pasillos de este dédalo sin tiempo ni fronteras. Qué bien lo describió García Márquez al final de un siglo solitario repleto de personajes que en sí mismos son también los símbolos de una época, si no de la humanidad entera.
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