Entusiasmado, traspasó el cristal de una de las puertas principales, hermoso lugar dotado de luminosidad, casi se parecía al paraíso donde ahora vivía y de donde se había permitido hacer una pequeña e inocente escapada para ir, por primera vez, a visitar el famoso IES Inca Garcilaso del que sus compañeros ahí arriba no paraban de hablar, incitándole a hacer aquello que ahora mismo disfrutaba como un verdadero niño a las puertas del parque de atracciones que se halla a punto de explorar.
Se deslizó por delante de los ojos de los conserjes sin ser visto y al alzar la vista, allí estaba, un gran mural del mapa de Montilla, hermoso lugar, junto a un retrato propio que sin duda le hizo esbozar una de las más inmensas sonrisas. Aquello era esplendoroso y sin duda no se sentía digno de ello, a pesar de observar el nombre por el que le conocían impreso en cada rincón de aquel centro que ahora le hacía temblar ante tanta inmensidad.
Exploró por la planta baja, hasta llegar a una amplia sala donde diversos adultos conversaban, y otros muchos trabajaban de forma ardua, concentrados y ceñudos alrededor de un para de mesas colindantes que formaban a su vez una enorme: la sala de profesores.
Decidió dejar aquel lugar, cautivado por la paz existente en él, para emprender el camino nuevamente, esta vez ascendiendo por unas escaleras rojizas, que le llevaron a la primera planta del edificio, igual silenciosa, aunque ligeros murmullos escuchó provenir de tantas puertas que ceñían a lo largo del pasillo situado a su izquierda, y justo cuando se disponía a invadir el centro de la planta, una muchedumbre de jóvenes quejumbrosos alborotaron el lugar, pero para cuando se quiso dar cuenta, se había desplazado hasta uno de los pasillos, el más oscuro, con resaltada apariencia de hospital: todo tan blanco... todo tan impoluto...
Una afable señorita se acercó en su dirección, proveniente del lugar opuesto desde donde yo había sido arrastrado, y con la cabeza en alto y cargada de libros casi pareció que le había visto cuando pasó a su lado para abrir una de las puertas del pasillo, en la que el Inca leyí de forma clara "Departamento de Lengua y Literatura", impreso en un folio y unido a la puerta con cinta adhesiva.
Ella no cerró la puerta al entrar, sino que colocó los libros sobre la mesa central de la habitación ataviada con cientos de ejemplares de libros acomodados en altas estanterías.
Varios compañeros, allí presentes y tan absortos en su trabajo como los primeros que había visitado en la planta de abajo, alzaron la cabeza a la vez para esbozar una sonrisa cómplice.
Se dirigían a ella con el nombre de 'Carmen', también escuché que nombre el Antonio iba dirigido a los dos únicos varones allí presentes y aparentemente tocayos y fue esta señorita de cabello rubio la que alzó su mirada la última, pero en vez de hacia Carmen, directamente hacia Gómez Suárez de Figueroa, y sonrió afable para alzar una mano y realizar un gesto que le invitaba a invadir el lugar junto a ellos.
El Inca casi no se lo podía creer, ¿es que acaso podía verle...?
Pocos segundos después comprendió que tras él, otro adulto se hallaba inmóvil en un puro acto de cortesía para evitar invadir la privacidad ajena por miedo a importunar el trabajo de sus compañeros. Y tras aquel descubrimiento, no supo si sentir decepción o alivio al no verse reconocido.
Abandonó el enigmático lugar unas horas después tras escudriñarlo detenidamente y recrearse en la alegría y la paz que exudaba, realmente convencido de que valía la pena cumplir cuatrocientos años más si honores como visitar el centro que llevaba su nombre sería su regalo de cumpleaños.
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